En un escenario en el que la impunidad y la violencia se entrelazan con gestos de “solidaridad” en comunidades vulnerables, la figura de Miguel Antonio Rodríguez Díaz, alias “Cuchillo”, vuelve a aparecer en las últimas crónicas del narcotráfico y la minería ilegal en Áncash.
Conocido en su localidad, Buena Vista Alta –un distrito próximo a Casma– como el “Pablo Escobar” regional, “Cuchillo” ha logrado, a lo largo de los años, ganarse el afecto y la protección de parte de sus vecinos gracias a obras que benefician a la comunidad. Sin embargo, detrás de esta imagen ambivalente se ocultan crímenes atroces que han dejado una profunda herida en la región.


El asesinato en Pataz: El día en que se selló el terror
El sábado 26 de abril, en una operación que pretendía desalojar a mineros informales y recuperar el control sobre áreas de concesión, un contingente de 20 efectivos de seguridad sufrió una emboscada en ruta hacia el anexo Santa María. En medio del caos, 13 trabajadores fueron acorralados en un socavón, donde, de manera brutal, fueron atados, sometidos a torturas y finalmente ajusticiados mediante disparos en la nuca. Los cuerpos, abandonados en la bocamina 2520, fueron descubiertos días después por equipos forenses, desatando la indignación de la opinión pública y el repudio de la comunidad.
La fiesta que ensombrece la tragedia
La crudeza del episodio se vio agravada por el hecho de que, apenas una semana antes de conocerse el macabro hallazgo, “Cuchillo” había organizado una gran celebración en su pueblo. El sábado 3 de mayo, en Buena Vista Alta, el delincuente armó un “fiestón” con dos orquestas y repartió cerveza de cortesía entre los vecinos, acompañado de familiares y escoltado por un grupo de sicarios armados con fusiles de asalto. Esta celebración, en la que incluso se exhibían obras de benevolencia –como la construcción de una losa deportiva, la habilitación de postas médicas y el pago de medicinas a los vecinos– contrasta de forma espantosa con el terror que desató la matanza en Pataz.
La ruta del criminal y su huida a la intocabilidad
Nacido el 8 de enero de 1990 en Buena Vista Alta, “Cuchillo” inició su incursión en el mundo de la minería ilegal aprovechando sus conocimientos en el manejo de armas adquiridos durante un breve paso por el Ejército, del que desertó antes de completar su servicio. Su apodo, que proviene de un tatuaje en la mano izquierda, se consolidó a lo largo de años en los que estuvo vinculado a otros actos violentos y asesinatos en el sector. En este caso, tras perpetrar la ejecución de los 13 trabajadores, el criminal huyó del lugar creyendo que los cadáveres permanecerían ocultos en la profundidad del socavón. Sin embargo, cuando la noticia conmocionó al país, “Cuchillo” se apresuró hasta el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez. Captado por las cámaras mientras embarcaba en un vuelo de Avianca con destino a Bogotá, Colombia, la huida del delincuente se dio en la madrugada del lunes 5 de mayo.
Las autoridades colombianas confirmaron su arribo a la capital, pero al no contar con una orden de captura válida ni encontrarse requisitoriado por la justicia peruana, no pudieron intervenirlo de inmediato. Esta situación ha evidenciado las lagunas existentes en los procesos de persecución transfronteriza y el largo trayecto que aún enfrenta la justicia en la captura de este rostro del crimen organizado.
Implicaciones de la doble cara del “benefactor del pueblo”
El caso de “Cuchillo” ilustra la inquietante dualidad que puede existir en contextos de minería ilegal, donde los mismos individuos responsables de actos de extrema violencia llegan a ser venerados en sus comunidades por realizar “obras” sociales. En Buena Vista Alta, sus vecinos lo recuerdan con cierto afecto: fue él quien financió la construcción de canchas deportivas, habilitó postas de salud y pagó medicinas, gestos que han contribuido a generar un clima de protección y lealtad, a pesar de su historial delictivo.
Esta contradicción no solo complica las labores de la justicia, sino que también muestra cómo la falta de presencia estatal y la vulnerabilidad socioeconómica pueden dar lugar a la construcción de narrativas que glorifican la figura del criminal, desvirtuando el impacto devastador de sus actos.
La respuesta del poder y el desafío a la impunidad
La presidenta Dina Boluarte, en una conferencia de prensa sostenida al mediodía del lunes 5 de mayo, identificó públicamente a “Cuchillo” y criticó la situación que permitió su liberación en 2023, cuando la Policía entregó al criminal armas inservibles a la Fiscalía en un presunto “cambiazo”. La mandatario ha evitado, sin embargo, reunirse con los familiares de las víctimas de Pataz, prefiriendo encuentros en espacios controlados por sectores vinculados a importantes empresas mineras del país. Estas acciones han encendido el debate sobre la aplicación de la justicia y la protección de los derechos de las víctimas en contextos marcados por la minería ilegal.
El espantoso suceso de Pataz y la posterior fuga de “Cuchillo” evidencian la compleja intersección entre la violencia, la impunidad y el entramado social en el que conviven actores criminales y su comunidad de origen. La dualidad de un hombre que, por un lado, financia obras públicas y es apreciado por sus vecinos, y por otro, comete actos de brutalidad inhumana, subraya los desafíos que enfrenta el Estado peruano en zonas donde la minería ilegal deja cicatrices profundas.
Mientras las investigaciones continúan y la justicia persigue incansablemente la captura de este criminal, el país observa con alarma y repliega esfuerzos para cerrar las brechas que permiten que figuras como “Cuchillo” operen impunemente. La historia de este caso se erige como un sombrío recordatorio de que, en algunos rincones del Perú, el terror y la beneficencia pueden convivir de manera inquietante, erosionando la confianza en un sistema que aún lucha por garantizar justicia y seguridad para sus ciudadanos.