La época electoral en que vivimos amerita analizar y comentar la acción política de los partidos y movimientos participantes en las próximas elecciones de abril. Hay dos métodos de participación popular en la vida del Estado democrático: la acción política directa y la acción política indirecta.
La primera se realiza principalmente por medio de las diferentes formas del sufragio y la segunda a través de la opinión pública, los partidos políticos, los grupos de presión, los grupos de tensión y los nuevos movimientos sociales.
La distinción entre una y otra forma de participación, obedece a que, en la primera, la resolución final sobre ciertas cuestiones públicas depende directamente del querer de los gobernados, cuya expresión volitiva se condensa inmediatamente en un resultado concreto —como en el acto de elegir un gobernante o de aprobar o rechazar una ley por referéndum— mientras que, en la segunda, el pueblo simplemente influye sobre quienes tienen a su cargo la resolución de los asuntos públicos.
Es muy difícil dar una definición de opinión pública y no he encontrado una que me satisfaga plenamente. A pesar de que de ella se han ocupado la filosofía, la psicología, la sociología y la ciencia política, ninguna ha podido llegar a una definición aceptable y de validez general. Lo que sí está claro es que se trata de un fenómeno muy antiguo aún cuando la expresión que lo designa es moderna. La vox populi de los viejos romanos, el consensus del que se hablaba en el medioevo o la pubblica voce de Maquiavelo en el Renacimiento fueron, en cierta forma, antecedentes de la moderna opinión pública.
Para Platón y otros filósofos griegos, la opinión era un conocimiento intermedio entre la “ignorancia” y la “ciencia”. Este conocimiento capacitaba al hombre para “juzgar sobre las apariencias”. De lo cual se sigue que una opinión es, en la teoría del conocimiento, un juicio tenido como verdadero pero fundado en razones que se reconocen como insuficientes para asegurar su certeza. En este sentido, opinión es sinónimo de “parecer”. De modo que ella refleja lo que a alguien “le parece” verdadero, aunque no lo sea realmente.
Con estos antecedentes conceptuales, a título de noción provisional puedo decir que se denomina opinión pública al cúmulo de pensamientos y de sentimientos —en toda volición humana hay la concurrencia de lo reflexivo y lo emocional— que en un momento dado tienen los gobernados respecto a las cuestiones del Estado, en general, y a la conducta de los gobernantes, en particular. En ella se condensan y bullen las ideas, inclinaciones, simpatías, repugnancias en relación con los problemas de un lugar y de un tiempo determinados.
La opinión pública es el resultado de un proceso de comunicación social e intercomunicación personal que produce un acondicionamiento entre criterios, que pugnan por imponerse, y que en esta pugna se modifican mutuamente hasta formar una corriente de pensamiento más o menos homogénea. En su integración operan varios factores de sociabilidad: la comunicación, el intercambio de ideas, la sugestión, la imitación, el contagio y otros.
Como toda opinión, ella es variable e inestable. Dicho mejor: tiene diversos grados de estabilidad y firmeza. El sociólogo alemán Ferdinand Tönnies (1855-1936) sostiene que hay una opinión pública gaseosa, una líquida y una sólida, refiriéndose a su consistencia. Por eso los políticos tratan de modificarla en su beneficio a través de la propaganda y de la información manipulada. Las campañas electorales son precisamente para eso: para lograr una definición de la opinión pública a favor de un candidato y de una tesis política. Mañana la segunda parte, mis amigos de Primera.